Autora: María Clara González Morales.
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Cuento
Aquella gélida noche, el reloj de la catedral de Santa María del Fiore estaba próximo a marcar las doce. La ciudad, azotada hasta el momento por un imponente silencio, veía interrumpida su oscuridad por el tenue resplandor de la luna, cuyos esbozos de luz sobre las calles de Florencia alumbraban la silueta de un agonizante y malherido hombre. La sangre que chorreaba sobre su piel estaba ya casi seca, pero la pesadez de su alma aún seguía latente. Solo divisaba penumbra en su camino, pues sabía que algo había sucedido, que había tenido que batirse en duelo por aferrarse a la ilusión de la vida con alguna entidad que le resultaba desconocida, pero agonizante. De todas formas, había vencido, pero sentía en lo profundo que el precio que había tenido que pagar era caro.
El dolor de cada rincón de su cuerpo solo era superado por la agonía que, con desespero, portaba en lo profundo de su ser. Tanto así que, aunque avanzó unos metros más allá del templo y pretendió forzarse a no sucumbir ante lo que le pareció la cercana ilusión de la muerte, su deplorable condición física lo hizo imposible. Esta vez, el silencio nocturno cesó ante el impacto de su cuerpo contra el suelo. Luchó, se aferró a la vida, intentó emitir quejidos de auxilio, pero sin éxito alguno. Mas cuando sintió su fuego extinguirse lentamente, algo casi milagroso sucedió.
Unos instantes después, justo cuando la mente y el corazón de Lorenzo Salvatore se disponían a abrazar sin reparo los designios de la parca, fue encontrado, para su suerte o infortunio, por dos guardias que custodiaban la zona. Pues hace poco un malicioso pecador había intentado escabullirse antes del amanecer a hurtar las reliquias de la iglesia. Divisaron a lo lejos lo que parecía ser un cadáver, inconvenientemente tirado a los alrededores del lugar sagrado, y cuando se acercaron a levantarlo quedaron atónitos ante el descubrimiento de su rostro.
Habían optado por girar el cuerpo inerte para detallarle, y con gran sorpresa lo reconocieron como una de las personas más famosas de Florencia. “No creo que esté respirando” dijo uno de ellos, por lo que acordaron llevarlo ante el comandante Totti, un hombre de semblante serio y rígido, propio de un veterano de guerra, y quien ahora lideraba la guardia de policía de la ciudad. Se tomaba en serio su labor y procuraba poner especial atención a cada detalle, por lo que no dejaría pasar desapercibido este singular hallazgo. Fue hasta el lugar y la sorpresa también le golpeó.
Lo último que se encontraba en la memoria del herido era estar sumido en un abstracto universo de recuerdos. En ellas predominaba, una y otra vez, la imagen de una mujer hermosa que, aunque no logró identificar, lo sumía en el más exquisito éxtasis de ensueño. Su curvilínea figura, su maternal esencia, su gesto indescifrable, pero siempre permeado de pena, le resultaba maravilloso, familiar y su presentación le resultaba majestuosa, como si de una deidad se tratase. Recordó su estudio, los óleos secos esparcidos en el lugar y sintió laurgencia de terminar su mejor obra, ahora abandonada.
Se imaginó a sí mismo triunfando en Milán, en Roma, a través de toda Italia. Vio a aquella mujer de ojos claros sonriéndole cálidamente, y un nombre provisional apareció en su mente: Doménica. Era su musa, era su todo, tan sagrada para él como lo era el domingo, día de resurrección de Cristo. La sintió tan real como el sol, la buscaría hasta el cansancio y dedicaría cada obra a su belleza. Era un artista reconocido, lo que le llenaba de ilusión y de orgullo. Pensaba en su legado artístico, siendo consagrado por los más altos críticos del arte y agradecía a Dios por haber sido benevolente con él.
Pero toda ilusión perece ante la realidad. Algo irrumpía en su idilio, pues sintió que le martillaban la cabeza. Despertó asustado, alzó la mirada y vio a un hombre alto y de largos bigotes mirándole acusatoriamente. Supo que era un militar por su porte endurecido. “Por fin le hemos encontrado.” Dijo Totti. Él se alzó indignado «Mi nombre es Lorenzo Salvatore, y a menos que el arte sea un crimen, no soy ningún delincuente” exclamó. “Usted es un loco, ¿cómo se atreve a tomar el nombre del maestro después de haberlo matado? Toda Florencia sabe que no es más que un miserable asesino”.
Filippo Grimaldi desenmascaró su enfermizo ser tras soltar una risotada, y su mente abortó sangrientamente la falsa identidad construida por su locura. Pronto brotaron lágrimas de sus ojos. Había sido miserable bajo la sombra de Salvatore cuando fue su resignado aprendiz. Y rememoró el frenesí de la pelea cuando lo apuñaló hasta la muerte, ciego de envidia. Doménica, su ídolo, su diosa de delirios y fantasías que lo había acompañado a través de su agonía, cayó y adoptó la forma de su esposa, Giulia, quien también falleció, en su momento,en sus manos cuando intentó con preocupación advertirle de su creciente locura. Pronto él también cayó, muerto en el patio de la prisión del Bargello con el peso de sus pecados, que se llevaría a las profundidades del infierno.