El precio de su sonrisa

Ilustrado por: Manuel Orozco Van
Autora: Sara Angarita Saldarriaga. 
Correo: sangarita22@javerianacali.edu.co 

Cuento


Martes, 19 de septiembre

Usted me dijo que si no era capaz de hablar, escribiera. Pero déjeme decirle que yo no sé cómo organizar mis ideas; tampoco sé cómo ser feliz, ni cómo sonreír. No me gusta hacerlo porque mi risa me sabe a culpa. Pero ese jueves no, aquel gesto deleitó mi paladar en tranquilidad; pues el oscuro sabor de su sangre había cubierto todas las memorias que espantaban mi sueño. Ay doc…, si le contará lo bien que dormí ese mes.

El caso es que era de noche cuando sucedió, primero escuché a Martina tararear su canción favorita anunciando su llegada por las escaleras, luego a su novio preguntándole si quería madurar. Para cuando lo dijo, ya no quedaba espacio entre ellos y la puerta, así como no quedaba paciencia entre mi mano y el cuchillo. Ahora, volviendo a su comentario, esa era una de las cosas que él decía odiar de mi hermana, que era “infantil”, así como se quejaba porque era una niña de casa, o porque era poco independiente. La verdad es que el pobre ya ni sabía que más defectos inventarse.

La manera en que tenía a Martina comiendo de su mano era tan evidente como los vacíos que ella se obligó a llenar en él. Porque si no era eso, era la culpa. Culpa que quizá yo debería sentir, pero no lo hago; culpable me siento por haber dudado tanto dónde dar la primera puñalada. Porque creo que en esos segundos de duda mis ojos reflejaron una frialdad que destruyó por completo la confianza que Martina tenía en mí.

El odio fue lo único que quedó en ella después de ese día. Aun así, yo no dejé de amarla; ella a él tampoco. Yo, porque ella me enseñó a amar hasta lo que odiaba con todo mi ser; él lo único que hizo fue hacerla odiar todo lo que ella amaba. Yo odiaba el helado de chocolate, pero era su sabor favorito, eso la hacía feliz y yo amaba que ella lo fuera. Ella lo era y por mi culpa dejó de serlo. Porque él ya no estaba. Pero cuando estaba, ella se veía obligada a sonreír sin estar feliz y sin la gélida crema que se perdía en el castaño de su cabello. Porque a él no le gustaba, quizá era justo por eso, porque le recordaba a ella.

Sentí tanta paz; en serio pensé que había sido una buena idea liberar a mi hermana de cargar con el peso de la necesidad de complacerle. Sin embargo, el fin de semana que vino a visitarme se veía podrida, ahí me di cuenta de que matarlo no había cambiado nada, que el daño ya estaba hecho. Entendí que mi hermana murió el día que él llegó a su vida. He ahí el problema, sus memorias estaban más vivas que ella, porque prometió al recuerdo de un amor idealizado quesin él, su vida ya no tenía sentido. ¿Entonces doc.? Explíqueme dónde está el error en quitársela.

Sí, a Martina, y lo peor es que me gustaría decir que es por ella que todo pasó, que fue Martina quién me hizo llegar hasta este punto. Pero atribuirle esa carga sería asumir que la culpa le pertenecía ¿Y qué sentido tiene afirmar eso cuando era ella quien tenía el control de la vida de Martina? A veces me preocupa que usted no me entienda y piense que esto que escribo aquí es pura carreta. Pero doc., déjeme decirle que si usted cree que el amor es el motor que mueve al mundo, es simplemente porque nunca le ha invitado un café al dolor.

Usted me dijo que no me llamara loco a mí mismo, porque lo que sucedió ayer fue más un error que un crimen. Pero no fue así, lo sé porque tuve cuatro oportunidades para cambiar mi decisión. La primera fue la puerta del psiquiátrico, dónde mi amor por ella se esfumó con el sereno de la noche… La segunda, la casa abandonada de mis abuelos, donde recogí el revólver que una vez encontré jugando a las escondidas con Martina. La tercera fue mi casa; donde me di cuenta de lo poco que extrañaba estar ahí. La última -su cabeza-, la anfitriona para la cena de despedida de aquella bala.

Cuando una persona lo es todo para ti, su dolor se vuelve tuyo. Sin su consentimiento, dejas de ser tú mismo para ser habitado por ella. Porque piensas que su vida le quedó grande y ya no tiene más cuartos dónde albergar sus pasiones y dolores, así que le prestas tu vida y tu cuerpo. ¡Carajo doc., usted tenía razón!, yo también soy pura palabrería barata. Qué cuentos de que esto fue por Martina; esto fue por mí.

Inicié esta carta con el patético sinsabor de haber perdido a mi hermana en el estúpido intento de salvarla de sí misma. Pero… ¿sabe doc.? finalmente entiendo por qué usted insistía tanto en eso de que la tranquilidad es de las cosas más importantes en la vida. Sé que soy un asco de persona por lo que hice, pero sé que no fue en vano. La inocencia y la tranquilidad no siempre son el complemento perfecto, a veces simplemente toca dejar ir una de las dos para darle paso a la otra.  

– Su paciente del 202